El pasado español en Marruecos
Todavía
existente en pie un importante legado en los centros urbanos de Tánger, Tetuán
o Larache. En estas ciudades del norte maghrebí abundan, generalmente en
precario estado, evidencias de nuestra historia común con Marruecos. Pero en
este artículo, voy a referirme a las huellas que a duras penas subsisten
en el mundo rural de nuestro vecino del sur: las regiones del Yebala y del Rif,
cuyos caminos he recorrido tantas veces. En esas excursiones, poco a poco, han
ido llamando mi atención un sinfín de señales de esas épocas pasadas. Por
supuesto, abundan castillos, fortalezas, torres, restos de campamentos y
blocaos. Pero existen también otros rastros interesantes que, inicialmente,
había pasado por alto.
Así, observando
con mayor curiosidad, me sorprendió encontrar recuerdos evocadores del pasado
hasta en las más remotas aldeas y aduares de las montañas. Todavía en uso,
existen pequeñas escuelas construidas por manos anónimas hace décadas, que
continúan albergando a numerosos niños frente a una pizarra desvencijada. El
sistema de escuelas rurales en el norte de Marruecos, se asienta en la red
tejida por el Protectorado a partir de los años 30 y 40.
En esas y en
otras poblaciones también encontré decenas de dispensarios y centros de salud
enclavados hasta en lugares de difícil acceso, como Khemis Anjra, Tzenín de Ait
Hadifa, Issaguem y otros muchos. Decaídos unos y en pleno rendimiento otros,
como ajados testimonios en azulejo y piedras labradas.
Indagando un
poco más, fui descubriendo que, en algunos valles, perviven las granjas y las
obras de regadío que se construyeron entre huertas, y que aún en estos días
hacen posible el riego en la cuenca del río Lau; o también del río Lucus, al
otro extremo. Igualmente las represas de Najla o Sidi Alí siguen acumulando
hasta hoy miles de litros de agua para impregnar de verdor la aridez de estos
paisajes. También están ahí los zocos con sus puestos cubiertos, sus muros, el
pórtico de arco de herradura a la entrada de cada pueblo. O mezquitas, como
Snada y su esbelto minarete; o madrasas, como la que sigue activa en Meloussa.
Las ruinas de orfanatos y comedores infantiles en Axdir, el matadero de
Imzoruen, el acueducto de Sedun o los molinos, lavanderías y canalizaciones en
Xáuen.
Aeropuertos
todavía en uso, como Sania Ramel. La base de hidroaviones abandonada en el
Atalayón. Faros, vías y estaciones de tren; carreteras y puentes. Viviendas,
hoteles, plazas, paseos, urbanizaciones, mahcamas y edificios administrativos,
algunos de ellos en buen funcionamiento. Ciudades enteras diseñadas e
impulsadas desde entonces y que ahora abordan el futuro con vigor, como
Alhoceima (Villa Sanjurjo) o Nador.
En un paraje
aislado del valle del Nekor hay un singlar ejemplo, cada día más decrépito pero
no por ello menos altivo: sobre un atalaya se erige la que fue sede de la
oficina interventora regional de el-Arbáa de Taourirt. El conjunto es obra de
Emilio Blanco Izaga, personaje que simboliza el perfil de hombre dedicado a mejorar
la vida de las gentes de la región que le fue asignada en su destino como
interventor. En Taourirt están todavía en pie las edificaciones, formando un
complejo arquitectónico original, el dispensario médico, la madrasa, almacenes,
cuadras, oficinas, etc.
Lejos de allí,
subiendo la cordillera del Rif hasta Ketama, llama la atención encontrar en
óptimo funcionamiento el que fue Parador de Turismo (actual hotel Tidghine, de
4 estrellas), erigido en aquel lugar en 1932 y remodelado tras un incendio. Tiene
acceso, como todas estas zonas postergadas, a través de la red de carreteras
desarrolladas en los años 40 para comunicar esta remota región. Por el
contrario, no pude encontrar ni rastro de una iniciativa tan notable como la
Escuela de Artes y Oficios de Tagsut, impulsada en estos parajes de alta
montaña. Este centro quiso seguir el modelo de la Escuela de Tetuán, hoy
vigente, y ambas fundadas por el gran pintor y gestor cultural Mariano
Bertuchi. Hasta en lugares tan recónditos, hubo empeño en ofrecer alternativas
y futuro. Aunque ahora, pasada la acción demoledora de años de desidia, cueste
demostrarlo.
Yendo mucho más
al sur de Marruecos, en el enclave de Sidi Ifni, también aparecen las mismas
evidencias, tan evocadoras como sumidas en un estado ruinoso. Un día,
conversando ante unos vasos de té con el actual dueño del hotel Suerte Loca
(antiguo hotel de la época, uno de los principales de la localidad), me
insistió en la importancia que tendría para ellos, para los pobladores que
heredaron legítimamente esas obras, el poder conservarlas como un digno
referente propio.
Ciertamente la
relación se hace interminable a lo largo del país vecino. También en la franja
sahariana de lo que fue el Protectorado Sur, subsisten interesantes vestigios
de un pasado en positivo: el zoco, las escuelas o el teatro de Tarfaya; el
hospital o el club deportivo de Tan Tan. Casi todo arruinado en la actualidad.
¿Qué queda de ese legado? La constatación del
pasado común de Marruecos y España está desapareciendo bajo las ruinas. A nadie
parece importarle. Más allá de ciertos edificios principales en las grandes
ciudades y, exceptuando algunas de aquellas obras que siguen cumpliendo su
función o han sido adaptadas a nuevos menesteres, una considerable parte de las
huellas de esa época se encuentran hoy en un lamentable estado de abandono. Y,
sin embargo, valdría la pena el esfuerzo de frenar el olvido y hacer de ese
patrimonio, un testimonio provechoso para generaciones venideras.
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Por los caminos del Yebala, del Rif y del Draa
A lo largo de tantos viajes por los caminos del Yebala y de la cordillera del Rif, desde el río Lucus hasta el Muluya, o incluso mucho más al sur, donde desemboca el río Draa y Marruecos se convierte en un silencioso y bello desierto, poco a poco fueron llamando mi atención un sinfín de insospechadas señales de épocas pasadas. Observando con mayor curiosidad, me sorprendió encontrar tales evocadores recuerdos hasta en las más remotas aldeas y aduares: testimonios ruinosos pero todavía capaces de transmitirme una visión en positivo de lo que fue la vivencia común entre marroquíes y españoles.
A lo largo de tantos viajes por los caminos del Yebala y de la cordillera del Rif, desde el río Lucus hasta el Muluya, o incluso mucho más al sur, donde desemboca el río Draa y Marruecos se convierte en un silencioso y bello desierto, poco a poco fueron llamando mi atención un sinfín de insospechadas señales de épocas pasadas. Observando con mayor curiosidad, me sorprendió encontrar tales evocadores recuerdos hasta en las más remotas aldeas y aduares: testimonios ruinosos pero todavía capaces de transmitirme una visión en positivo de lo que fue la vivencia común entre marroquíes y españoles.
Se tiende a asociar el pasado común hispano-marroquí con una copiosa
descripción de guerras y desencuentros. De intolerancia y mutua incomprensión.
Y, sin embargo, buena parte de las facetas positivas de esta relación pasan a
menudo desapercibidas. Se ignora lo constructivo de muchos años de convivencia,
de rasgos de concordia y de trabajo colectivo. Se olvida el esfuerzo compartido
y con ello se pierden los signos que pudieran facilitar una perspectiva más
cierta y más justa de lo que pasó entre dos pueblos vecinos.